El maestro Horacio Cárdenas vuelve a abrirnos las puertas de un aula de escuela pública y nos invita a cuestionarnos: ¿Se fabrican los pollos? ¿Por qué una planta de río crece en la plaza? ¿Cuáles son los límites de la clase de Cs. Sociales y Cs. Naturales?
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Pipiolo
"El pollo se convirtió en gallo, pero los humanos lo asaron en una fogata para comerlo."
Gabriel, 9 años
En 5º grado estábamos estudiando al pollito Pipiolo, que Aylén trajo al aula. Entre tantas preguntas sobre su desarrollo, conducta observable, plumas y señales, Paulo preguntó alegremente:
—¿Y ese pollo cómo se fabrica?
Un par de sonrisas tiernas poblaron los bancos, pero no más: la gran mayoría quiso saber. No había chiste ni gracia, porque la duda iba en serio. Estuve tentado de cuestionar la pregunta, pero me quedé pensando.
Quería decirles que el pollo no se fabrica… aunque… en realidad… ¡sí se fabrica!
Porque ya no hay más pollos naturales, si es que alguna vez los hubo.
Sus fábricas son los criaderos bestiales donde llueve maíz RR y luz
constante. Son engendros biológicos cultivados para ser alimento o para exprimirles su futura ovulación. No son fruto de la Creación, sino de la criación.
Lo mismo sucede con tantas otras especies, como las ovejas: ¿alguien las imagina sobreviviendo más de una generación a la intemperie de sus depredadores? Y lo mismo para el ganado vacuno, o las razas perrunas. ¿Qué es un caniche sino un juguete del cultivo veterinario?
La conversación sobre Pipiolo oscilaba entre sus aspectos biológicos y los culturales. El pollo- gallina-gallo es animal, organismo dado a su propio crecimiento, pero a la vez –incorporado a este universo humano– es objeto cultural. Es cosa que la sociedad mira a su modo y le otorga cualidades que por su cuenta no posee. Ya sea como despertador, como cofre de proteínas, como instrumento de pelea o como mascota, diminuta compañía del afecto.
Yo tenía dos pollitos: hembra y macho. Mi abuela los quería mucho a los dos. Mi abuela se fue a acostarse con los dos pollitos. Se tapó tanto que les tapó a los dos pollitos. Por tanto taparlos seme murieron. Porque mi abuela les puso como frazada una sábana.
Así lo explica Ivana, en parte de su tierno informe luego de la clase con Pipiolo.
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Objetos naturales y sociales
"Con un amigo si mascás coca hacés el ritual de la amistad."
Ignacio, 10 años
Algún día más adelante en el camino, llegó una caña de azúcar, traída por Joel de su Tucumán natal. Una planta con savia y fotosíntesis que existe menos por su propio ímpetu que por la conversión social en “materia prima”. Un bien natural domesticado por siglos, transformado en edulcorante, en aguardiente, en papel para escrituras escolares.
Luego Nicole trajo una rama de olivo, manantial de aceitunas deliciosas, pero también imagen de la Paz en cielo de palomas blancas.
Y así más tarde se entusiasmó Esther, quien trajo de su casa las hojas de coca que forman parte de la vida familiar. Una fuerza vegetal que es sagrada a la vez. Imposible estudiar esta planta sin los significados que la sociedad le adosa. Su hoja es parte de un organismo biológico, pero también núcleo de la cultura. Su química explica el estímulo del sistema nervioso central, pero no explica los ánimos del ritual. Tiene tantas funciones digestivas como simbólicas. Es también, como la yerba mate, un poco más abajo y al levante, artificio que despierta la amistad en cada sorbo.
Si vino al aula una calabaza y la estudiamos, si llegaron nueces abiertas listas para comer, si miramos uvas que ya traían nombre de vino, si Agustín trajo sus cucarachas que quería como mascotas, es muy difícil separar naturaleza de intención humana. Si cada elemento del mundo nos obliga a preguntar cuánto de natural, cuánto de social tiene, entonces ciertas fronteras no hacen más que confundir. La barrera entre naturaleza y cultura se desmigaja en la palabra y en el deseo.
Por eso las clases de ciencias naturales, pensadas como Museo ambulante, se van alternando con el Museo de ciencias sociales. Las fronteras se borran en el conocimiento de la realidad, aunque no estemos solo en primer ciclo. En suma, el aula sería un Museo de Ciencias: un ámbito amparado del ruido y el imperativo mercantil, un espacio para detenerse a mirar y nombrar porciones de mundo, compartiendo la mirada en laboriosa comunidad.
Entonces al tiempo Melisa apareció con unos caracoles que adornaban la repisa de su comedor. Llegaron estas espirales marinas, que protegen vida molusca y también visten los cuellos. Dicen algunos antropólogos, por cierto, que el collar de caracoles como símbolo, como objeto construido sin ninguna pretensión de utilidad, puede haber sido la piedra de toque de la especie, aquello que diferenció al sapiens del neanderthalensis.
Al día siguiente Nicole ofreció estudiar unas Mamushkas que le había regalado “una tía con plata”. Vinieron las coloridas Matrioskas con toda su tradición y leyenda
dentro. Así hablamos de Rusia y los mujiks, del clima y del idioma, de los zares y la Revolución, de la música y el vestido. En las diferencias fuimos comprendiendo las singularidades. Así en la naturaleza, así en la sociedad.
Se desató entonces un torrente de ofrendas, una colección de enseres variados que trascendía completamente la existencia dada a sí misma. Nos sorprendimos con un teléfono viejo, que se marca con disco, con un disco que dando vueltas esconde música entre los surcos, con una plancha que no se enchufa sino abrasa (así con s). Una bala que trajo Jona disparó la metalurgia y la física de la parábola, Galileo en el Arsenal de Venecia. Unas ollas de barro que ofreció Vivi cocinaron la geología y el arte, alfarería ancestral. Un violín del monte que toca Aarón afinó la acústica y la ebanistería, Paganini a dúo con Peteco. Llegaron unas esmeradas maquetas también, de una catapulta medieval, y de una bomba de petróleo moderna, ingeniería mecánica al servicio de la extracción, dos instrumentos para el saqueo. Pura casualidad.
Viajamos a través de objetos. Los miramos, tocamos y sentimos, percibiendo para conocer. Los conversamos, señalando y mostrando para tejer relaciones. Algo muy parecido a lo que hacemos con los objetos “naturales”.
Y la apuesta creció, porque si hay algo que vincula el medio con el ser, la humanidad y su entorno, es el trabajo creador. Entonces esta actividad también fue objeto de estudio ahora, a través de sus protagonistas. Por eso al aula vinieron las familias a contar de sus
tareas, de sus afanes diarios para sobrevivir y alimentar al mundo. Los albañiles, las enfermeras, los artesanos, las cuidadoras, los artistas, las tejedoras.
Preguntándole a la tortuga conocimos los quelonios. Preguntándole al papá de Camila o conversando con la mamá de Tiziano, supimos cómo se echa a andar el mundo.
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El pacará
"También el olivo es el símbolo de la paz porque vos vas a la iglesia y comprás olivos y te los bendicen."
Noemí, 10 años
La primavera hace estallar los árboles que rodean nuestra escuela. Hay ceibos que explotan de carmesí, brillosos jacarandás, yuchanes rebosantes de algodón y también varios timbós colorados o pacarás, unos surtidores de peculiar fruto, que el habla popular bautizó como “orejas de negro”.
Aylén y Nico, sin ponerse de acuerdo, hoy traen unos cuantos al aula de 5º grado. Los observamos con atención y los señalamos. Nombramos lo visto y comparamos. Los frutos semejan una oreja con una cubierta lustrosa e impermeable. Suavecita al tacto, laqueada como un chocolate, dan ganas de comerla. Pero no se puede: es resistente a las mordidas. Hay quien quiere certificar, a riesgo de sus premolares.
La rompemos entonces para ver que hay dentro. Semillas, como en todo buen fruto. Es un dispositivo para prodigar la especie. Primera conclusión del día, tejida en base a tantos otros frutos que nos visitaron este año.
Pero como sé algo más del pacará y lo quiero compartir, pido que traigan unos vasos de agua. Con agua, claro. Arrojamos los frutos enteros y notamos que flotan. Se mantienen en la superficie sin ajarse ni desintegrarse. Son auténticas balsas. Si las queremos sumergir, regresan. Interacción sujeto-objeto: un breve diálogo entre curiosos y el fruto del pacará.
Como algo sé, propongo. No espero que “descubran” por sí solos la flotación del fruto. No me hago el distraído esperando que alguno plantee una hipótesis sobre su densidad relativa. ¿Acaso hay rondando algún indicio que les pida verificarlo? No creo. No lo veo. Simplemente les muestro el fenómeno, el cual tampoco descubrí por mi cuenta. Lo aprendí de otros. Viendo y leyendo el mundo en comunidad.
Y el hecho les sorprende. Les divierte que flote. Les despierta cierta curiosidad. Se extrañan de algún modo. No creo que sea por el evento en sí mismo. Hay cierto conjuro colectivo, una mística de la escena, tal vez la congregación escolar creando el interés. Quién sabe. No importa tanto.
Conversamos entonces sobre el sentido de esa característica advertida, del percibido destacado.
¿Cuál será la función de la estructura? ¿Para qué le “vendrá bien” al pacará que sus frutos floten? Se eleva una pregunta engendrada por la situación, no impuesta desde la planificación estratosférica. Es una incógnita que el taller de miradores está armando.
Tampoco espero ahora que la respuesta caiga de un insight repentino. Ni los mando a investigar en Internet. Ni jugamos un bingo eterno a ver quién se acerca más a la resolución, mediante un tanteo que ensaya a partir de las simuladas variaciones del rostro docente.
Les cuento que el pacará es un árbol nativo que crece a la vera de los ríos. Que sus frutos floten, les digo, permite que las venas del agua esparzan su simiente por los márgenes. El río dispersa las semillas y propaga la especie. Nuevos pacarás crecen.
Normita, bien atenta como siempre, levanta la mano y consulta: —¿Y qué hace entonces un pacará en esta plaza?
¡Claro! ¿De qué río me están hablando si acá por el barrio solo pasa una feroz autopista?
¡Claro! Otra vez: el problema es que hablamos de naturaleza cuando estamos observando la cultura. Ese pacará no es pura vida natural. Es naturaleza cultivada. Es cultivo; es cultura.
Alguien plantó ahí ese pacará porque la plaza es un espacio útil pero a la vez ha de ser bello. Pacarás para amortiguar los ruidos, para aliviar el aire y seguramente para regalar una caricia de
sombra en el fragoroso verano porteño. Alguien plantó ese árbol como se planta simbólicamente un olivo: para la Paz. Por eso justamente estudiando las plantas y estudiando los animales también nos estudiamos a nosotros mismos como especie, como organización social, como transformadores conscientes y mancomunados del mundo.
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Las naturaleza se vuelve cultura
"Los cobayos sirven perfectamente para experimentos porque son muy parecidos a los humanos."
Ariel, 13 años
A lo largo de 7º grado nos visitó un verdadero zoológico: tortugas, sapos, conejos, lagartijas, cotorras, mariposas y hasta chinchillas, tarántulas y un cobayo (Conejito de Indias, en versión antigua). Todo vivito y respirando, entre otras extravagancias vegetales y minerales.
En cada caso notamos que el ser que estábamos viendo no era un ser “natural”, ni el cobayo ni la chinchilla. Ni siquiera el limón, que estudiamos como si fuera una gema. Así como los conejos o los gatos hogareños, son productos de eras de trabajo social que cuida, elige, domestica y selecciona. E incluso injerta. Porque hay pieles para aprovechar, carnes que digerir, genes que estudiar o simplemente porque nos acompañan con sus latidos en la soledad existencial. Tan solo el hecho de que tengan un nombre delata la huella humana en el reino de las cosas.
Es decir, estudiando la supuesta “naturaleza”, estamos estudiando la cultura. ¡Es más todavía! Estudiando la naturaleza, la convertimos en cultura.
Porque la cosa en sí, el ente real, al ser objeto recortado y puesto sobre la mesa se enriquece en el estudio. La caña de azúcar ya no es una sustancia biológica, alimenticia, ente molecular. Ahora es también una serie de índices y señales, de frases y discursos montados sobre ese devenir atómico, sobre esa actividad celular. La caña pasa de ser cosa a ser palabra. Como la mariposa o el olivo. Si acaso eran naturaleza, ahora ya son cultura. Son materia y son idea, sustancia y concepto a la vez.
Tenemos delante la caña, el pacará o la tarántula así tejidos de palabras. Y además tenemos las recreaciones personales de esas entidades merced a la palabra colectiva. Aparece el comentario de Axel, la advertencia de Cami, el dibujo de Juanma, la poesía de Mari. Son las representaciones de la realidad: la caña se re-presenta, se vuelve a presentar ahora interpretada por cada quien.
Planteamos entonces, sintética y osadamente, que la función principal de la escuela consiste en promover esta recreación comunitaria de un objeto cultural legado. Más que transmitir paquetes de cultura, se trata de recrearla en cada herencia. De que vuelva a funcionar diariamente en el aula. De hacerla andar en un taller de miradores y conversadores, renacida como fuente y como efecto de la curiosidad espabilada.
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Horacio Cárdenas
Es maestro de escuela primaria. Vive en el barrio de Mataderos, en la Ciudad de Buenos Aires. Trabajó en varias aulas desde que tiene memoria, de aquí para allá, hasta que en el 2007 llegó a la Escuela Nº 15 de Villa Lugano, una institución pública gigante (con más de 1000 estudiantes) donde junto con compañeras y compañeros construyen un proyecto colectivo. Desde 2004 forma parte de un grupo de reflexión sobre la práctica docente bautizado Luis Iglesias, en homenaje al gran maestro argentino.
Incursiona también por formación docente, compartiendo lo aprendido, en torno a la enseñanza de la matemática en distintos profesorados de su ciudad.
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