El maestro Horacio Cárdenas nos abre las puertas de un aula de escuela pública y nos invita a conocer el relato de una clase donde irrumpieron inesperadamente los axolotl.
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Axolotl
Hubo un día en que pensamos mucho en los axolotl.
Esa mañana de primavera, Samoré despertó a saltos de calandria. Camila llegó desde las torres con su madre, su hermanito y la pecera entre los brazos.
En 5º grado veníamos haciéndonos amigos de las mariposas, los loros y las plantas suculentas, pero nunca habíamos contemplado el húmedo escenario de los anfibios. Nos visitaron ya peces vulgares, unas mascotas corrientes, un hámster diminuto y hasta un erizo peculiar, pero ese octubre irrumpieron inesperadamente los axolotl.
Nos quedamos casi una hora mirándolos, incapaces de otra cosa. Contemplamos sus pálidos matices de estatuas en el estanque mezquino.
Los axolotl son larvas eternas, salamandras a mitad de camino, batracios atorados que jamás completarán su metamorfosis. Renacuajos transparentes, tienen manos de niño. Sus rostros aztecas portan una sonrisa vegetal.
Apoyados los hocicos en la pecera, nos miran con sus ojos de uva.
Apoyadas las narices sobre la pecera, notamos su respiración tectónica, de parsimonia rotundamente geológica. Sentimos que los corazones se acompasan al ritmo espeso de sus branquias. Bajo el agua del salón, el tiempo pasa más lento. Damián mira azorado, morados sus ojos del mosto que sele forma. Lánguidos espectros, sus ojales sin fondo absorben la atención. Los axolotl no tienen párpados. Son todo pupila, puro fondo quizás. Los ojos de Tobías tampoco tienen ahora. Valentina, menos. Melisa ya ni se acuerda si… Nos acercamos cada vez más. Nos miramos y sabemos: ahí hay más que animales. Algo dicen, si nosotros lo decimos. Hablan, piden. Queremos arrimar lo insondable. La cabeza coronada, la espina traslúcida, los omóplatos. ¡Las manos de niño! Bajo esa fascinación inerte, comprendemos que estamos vinculados. En el silencio de asombro se escuchan los primeros sonidos: —Correte, que no veo. —Mirá, mirá ¿viste? Uno tiene ojos y el otro no –dice Jesús arqueando la ceja. —Se lo va a comer al otro… ¡Se lo va comer! —No, no: lo está mirando nomás. Se multiplican los "¿viste?", los "mirá" y los "está mirando". Los vemos. ¿Nos miran? ¿Nos quieren a comer?
La alharaca convoca legiones de otras aulas.
—Se está riendo –dice Mica con sonrisa mixteca.
—Está sonriendo –ríe Melisa.
—¡Sí! ¡Sí! Este sonrió. Este, seño –señala Laura, contenta.
No hay duda entre las famas de 4º grado. Más todavía que el bostezo, la risa es contagiosa.
Jona no puede evitarlo. De tanto mirar compenetrado, la cabeza se le mueve. Los espasmos sobrevienen. Encoge los labios para imitar la mueca del duende subacuático y captura el aire boqueando para atrapar una lombriz imaginada.
Con sus manos de niño se mueve como un axolotl para comprender al axolotl.
Analuz mira a través del vidrio y una silueta se le imprime en el pecho. Le recorre la clavícula, le hurga el esternón. El axolotl duplicado anida en el cristal de su mirada.
—A ver… Acá hay dos… Y acá otro… –mira por arriba, mira por abajo, con duda panorámica Anita.
—No, no, no. No hay uno abajo. Es el agua que lo hace ver –explica la compañera sin aludir a las leyes de la refracción, pero invitándolas.
Son los rigurosos caminos de la óptica geométrica los que multiplican los axolotl, pero también hay ciertos embrujos, sucedidos en la congregación de miradas, que engendran la percepción colectiva como racimos de la vid.
Parece que los engullen con los ojos. Y me pregunto quién devora a quién.
Pero… ¿acaso pregunto yo, o será el eco de Moctezuma que llega desde el tiempo de libertad en que la tierra era nuestra?
Esa mañana de un octubre limpio nada extraño ocurrió. Lo de todos los días.
Veíamos muy de cerca los axolotl junto al vidrio cuando, sin relámpagos, sin hechizo, nos vimos sonriendo detrás del vidrio bajo una atmósfera líquida de voces ensordinadas. Ya éramos esas criaturas de ojos abisales, porque conociéndolos nos conocíamos. Y estábamos en su sangretinta.
En esa obsesiva y extrañada mirada de fascinación nos encontramos. Transmigrados no, sino multiplicados, enriquecidos complementaria y progresivamente.
Ahora somos definitivamente axolotl, como somos también mariposas suculentas, cotorras y cuises, calabazas y mate, piedra rosa con historia americana, alimentados de todo lo que podemos conocer.
Marco Polo
Ese día Camila trajo los axolotl y también su alimento: unas lombrices de tierra que nadan muy bien en el agua.
Ya rota la burbuja, proponen alimentarlos. Se ve que, de tanto saborearlos con los ojos, les dio hambre. Arrojan entonces el anélido al altar de la pecera.
La lombriz pestañea el agua y ni olitas alcanza a hacer. Se destino ya está sellado.
—¡Se la comió!¡La lombriz! ¡Se la comió!–grita Chiara.
—Tenía hambre. Se lo morfó de una –dice Marianito con la panza vacía.
—¡Ja! Unos fideooooosss… –comenta Franco Polo.
—Los fideos, tururú…Los fideos te alimentaráaaaan… –canta Alan feliz por el bocado. Mientras el axolotl asimila su manjar, nosotros asimilamos las novedades.
Marco Polo –cuenta la leyenda– trajo los fideos a Venecia de su paseo por Catay, rumbo Zipango. No sabemos si trajo tallarines, pero pasta para contar tenía. Y las historias son deliciosos alimentos, más si vienen condimentadas con fábula.
Se dice que, en una de sus excursiones por Java, el célebre viajero veneciano encontró unos rinocerontes. Hasta entonces jamás había visto uno. Como no tenía palabra para nombrarlos, pero conocía otros animales, distinguió sus partes:
Marco Polo designa a esos animales como unicornios. Luego, puesto que es un cronista honrado y minucioso, se apresura a decirnos que esos unicornios son bastante extraños, poco específicos, dado que no son blancos y esbeltos, sino que tienen «pelo de búfalo y pata de elefante», el cuerno es negro y poco agraciado, la lengua espinosa, la cabeza parecida a la de un jabalí…(1)
Nuestro Franco no viajó a Java ni a las planicies del Kublai Kan (suerte que llegó a Las Toninas, en algún enero bonachón). Pero Franco, como Polo, como todos, devora y asimila el mundo con los sentidos. La lombriz resulta fideo de barro, alimento para aquello que está conociendo.
—Es un pez-con-pata' –dice Jona así, sin la s final, en una prolongación muda de la vocal que enseña la ventana de sus dientes.
Claro: un unicornio con pelo de búfalo y cabeza de jabalí. El axolotl es nuestro rinoceronte.
Porque al conocer un pedazo de mundo, no emerge repentina la intuición del objeto. No aparece de pronto (¡plop!) la cosa así, tal como es. Porque, siendo sinceros, vaya uno a saber si efectivamente la cosa existirá en su naturaleza “así como es”.
Para conocer no hay otra manera que asimilar: hacer similar a lo conocido. Porque el encuentro con lo nuevo no desemboza alguna idea sumergida en una memoria anterior al nacimiento. Si no, Marco Polo hubiera instalado fácilmente al rinoceronte sin emparentarlo con los sobrenaturales caballos.
Más tarde Kiara, de 2º grado, nos lee su informe sobre los llamativos anfibios aztecas que contempló sin piedad:
Su piel es tan blanca que se le ven unas cosas que son muy raras, parecen como unas ramas o telarañas.
Kiara asimila el tejido venoso del axolotl a las nervaduras del árbol conocido y también a las trampas confeccionadas por las tejedoras invertebradas. Tiene algo que no es rama ni tela, pero se parece. Su piel, hostia de células, sugiriendo el sistema circulatorio nos brinda un como…
Asimilar el mundo
La asimilación es un modo de vincularse con el mundo. Ni los seres humanos ni la naturaleza se ofrecen espontánea o pasivamente a la inteligencia. Hay una forma de dialogar con las cosas, un modo de conversar con la realidad, de leerla, que consiste en interpretar. Eso siempre supone cierta inferencia, algo de invención: una cuota importante de producción.
Como la percepción del objeto es incompleta, se rellena a partir de similitudes. La semejanza es la forma privilegiada de la asimilación. Asimilar es simpatizar las cosas, es desvanecer su singularidad reduciéndolas a lo sabido. (2)
Aprendemos el mundo con una dosis de ficción. Lejos de la psicosis, así funciona la interpretación. Llenamos los vacíos ineludibles con lo que tenemos, fundiendo y confundiendo, tomando lo desconocido para asemejarlo a lo conocido.
En las voces infantiles se multiplican transparentes los ejemplos. Camila, de 12 años, clasificaba las rocas en volcánicas, sedimentarias y “metafóricas”, por tanto que ama la poesía como la historia de la Tierra. También su amiga Kathy nos contaba que, luego de aparearse, las perras quedan “hembrarazadas”, propiedad derivada de la división sexual. Ailén, Jesús y Samuel, compañeros en 7º grado, escribían sin copiarse, cada uno por su cuenta, sobre el “sperman” en la reproducción de algunos animales, un poderoso fluido con virtudes de superhéroe.
Enzo, con 12 años, enumeraba los nombres de los agrupamientos en el sistema decimal: “decenas; centenas; milenas…” como se llama la chica que mil veces le gusta. Maurito, también de 7º, contaba de ese sapo gigante y fumador llamado “esfuerzo”, que tanto le cuesta nombrar. Lourdes, por su parte, explicaba cómo la oruga se “volvierte” en mariposa conjugando en un mismo término dos verbos bien similares. Y la compañerita Kimi apuntaba sobre el “amareamiento” de los animales, necesario y amoroso encuentro de la cópula.
—¡Eh! ¡Tranquilo! Pará un poco… Andá bajando los decimales… –le pedía Juanma a un compañero, mezclando la cantidad de ruido con esas cantidades que hacen mucho ruido.
¿De qué se trata todo esto? ¿Acaso son síntomas de alguna neuronita mal conectada? ¿Es la brutal dislexia que acecha escondida detrás del lóbulo feroz?
De ninguna manera. Estas voces constatan que nadie recibe las cosas pasivamente, que no aceptamos dóciles las impresiones emanadas del mundo. No absorbemos mansamente la realidad tal como se nos presenta. Interpretamos siempre. Interpretación en el sentido de construir sentido y también de actuar en la escena.
—Si vos querés decir una paloma, decís “paloma”. Eso es el singular… Pero si querés decir muchas palomas, tenés que decir “palomass”… Eso se llama “plumar” –afirma Nicole, de 2º grado, con afán didáctico.
Camila a los 3 años jugaba a ser vampira con unos “cornillos”, esos dientes caninos que parecen cuernos. Y a los 6 años preguntaba por la “guardaviva”, la bañera del mar que, desde luego, tiene todas sus funciones vitales intactas.
Lucía, su hermanita, a los 3 pedía que le hagan “costillas” moviendo los dedos debajo de la axila, entre esos largos huesos paralelos tan sensibles al tacto escabroso.
A Malena, la mayor de las tres, le encantaba comer “fidedos”, pastas largas y sinuosas como los confines de la mano, se conmovía por el trabajo de los “salvañiles” que levantan una casa para rescatar de la intemperie, e imprimía en las hojas su “huella vegetal”, marca de tinta tierra con la palma del dedo gordo. A los 6 años confesó que la seño era “peligroja”, mitad por sus pelos rojos, mitad por sus enojos.
Ya con 10 años, estudiaba los cambios de estado para una prueba escolar. Repasando bautizó el paso de gaseoso a líquido como “vamporización”.
—No, no es así. Es “vaporización”. Y además es el contrario: el paso de sólido a gas.
—Qué raro. Porque yo me acordaba por Drácula, el vampiro…
—¿Por Drácula? Nada que ver. Ese cambio de estado se llama “condensación”.
—¡Ah! Sí, claro. Por Drácula. ¿No era un Conde…?
Malena se acordaba de la condensación, con un ingenioso prefijo nobiliario que remitía al personaje transilvánico. Como era conde y ese conde es un vampiro, la transformación se convirtió en “vamporización”, fabulosa creación.
De regreso a octubre (desde octubre)
Mientras nadamos en la pecera del pensamiento, los axolotl siguen concentrando la atención. Como reptan en cámara lenta, la brisa del agua los coloca frente a frente. —Ay, se quieren besar. Besito, besito, mucho amor –dice un Tiziano profundamente enamorado. Tiziano hace rápidamente lo mismo que hacemos todos en las excursiones a terra incognita: inventamos historias para explicar lo que vemos. Como Marco Polo. Relatos anfibios, pasajes narrados que hablan de dos mundos: el de los otros y el de nosotros, tanto delante como detrás del cristal.
El vidrio de la pecera, frontera entre medios, es reflejo para una mirada profunda. Quien mira conciente y dedicadamente, y además mira acompañado, comprende mejor aquello que observa. Así, en este progreso, se transforma a sí mismo.
Anahí y el axolotl, Franco y la lombriz, el aula y la porción del mundo estudiado dialogan para enriquecerse. Sujeto y objeto se conforman mutuamente.
El axolotl (ese objeto de estudio que está siendo conocido desde fuera del agua) se va armando de los anteriores peces y las patas visitadas, de ojos como uvas, de boca que parece mueca, de fideos como lombriz, ¡de manos de niño!
La mirada inaugural casi nada de eso ve. Hay que detenerse y observar. Mirar y pronunciar. Señalar y vincular. La palabra colectiva le adosa signos al axolotl. En el cristal del estudio comunitario inciden las reflexiones.
Anahí ya es otra, porque asimiló un axolotl, engullido por su mirada. Ahora sabe que hay anfibios, que respiran con branquias, que tienen nombre puesto por la lengua de los dueños de aquel gran pantano mesoamericano. Franco ya es otro, porque los vio comer y actuó comiendo, en una mímesis que captura y nutre. Se axolotizó.
Esa mañana de octubre nada insólito ocurrió. Mirando profundamente nos vimos a nosotros mismos.
Los humanos siempre nos encontramos en la mirada de otro, que nunca es un yo mismo. Es más: ese otro siempre tiene forma bestial, monstruosa, tan extraordinaria como enigmática. Aunque le adjudiquemos nuestras manos y nuestros nombres, el misterio no desaparece. Los otros siempre son axolotls. Fascinantes por su silencio, aunque hablen tanto. Hipnóticos en sus ojos de vino, en su sonrisa americana que contagia felicidad.
Por eso, aunque no sea fácil encontrar estos anfibios en los arrabales del sur, no importa. En la escuela siempre hay un axolotl donde mirar y así hallarnos a nosotros.
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(1) Comentado por Umberto Eco en Kant y el ornitorrinco; capítulo 2.1 “Marco Polo y el unicornio”; Ed. Lumen, 1997 (trad. Helena Lozano Miralles). Gracias Jorge Narducci por acercar la cita.
(2) La asimilación enajena la naturaleza de las cosas alterándolas hacia la “melancólica figura de lo Mismo”, diría Foucault en Las palabras y las cosas: Una arqueología de las ciencias humanas (2017). Siglo XXI, Buenos Aires; p.42. Por eso si la asimilación no se compensara con la acomodación, si su poder no fuera contrarrestado, el mundo conocido se reduciría a un punto, a una masa homogénea, al imperio de lo Idéntico. La acomodación produce la dispersión, la distancia, el alejamiento por antipatía, garantizando que la asimilación no engulla la singularidad. Ampliaremos.
(3) En este video –click acá– se ve a los cronopios de 5º grado fascinados por los axolotls albinos, con sus asombros y sus diálogos. En el minuto 1:01 aparece Jona imitando la masticación de una lombriz y, en el 1:28, las famas de 4º grado con su sonrisa mexicana. Se observan el estudio atento y la sorpresa de alimentarlos, las visitas de 4º, de 2º y hasta del jardín de infantes. Sobre el final Kiara, de 2º grado, lee sus apuntes de la experiencia, coronada con generosos aplausos.
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Horacio Cárdenas
Es maestro de escuela primaria. Vive en el barrio de Mataderos, en la Ciudad de Buenos Aires. Trabajó en varias aulas desde que tiene memoria, de aquí para allá, hasta que en el 2007 llegó a la Escuela Nº 15 de Villa Lugano, una institución pública gigante (con más de 1000 estudiantes) donde junto con compañeras y compañeros construyen un proyecto colectivo. Desde 2004 forma parte de un grupo de reflexión sobre la práctica docente bautizado Luis Iglesias, en homenaje al gran maestro argentino.
Incursiona también por formación docente, compartiendo lo aprendido, en torno a la enseñanza de la matemática en distintos profesorados de su ciudad.
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